Carlos Montoya
Todos conocemos a alguien cuyos ojos se alumbran cuando habla de lo que le apasiona. Su postura cambia cuando expone su afición con exuberancia y persuade con el entusiasmo que sazona sus dichos. Es el músico que no calla. La doctora que nutre por amor. El panadero que hornea de madrugada y la maestra que educa fuera de la escuela. Un corto intercambio de palabras con uno de ellos y quedamos sumergidos en un mundo de posibilidad, ideas ilimitadas y proyectos sin fin. Hasta llegamos a ignorar nuestras más recónditas inseguridades para sentirnos capaces de todo.
Pero también, a través de los años hemos platicando con otros que no causan ni un cosquilleo. ¿Cuál es la diferencia?
La pasión.
Los apasionados gritan "¡posibilidad!" donde nadie la ve. Nos proyectan esta vida como un viaje de oportunidades incalculables. Y dentro de cada uno de ellos corre un ardor que quema el miedo y consume la vacilación.
Hace 40 años, en una aldea afuera de Choluteca, se encontraba un apasionado: Carlos Montoya. Su humilde vivienda no tenía energía eléctrica ni agua potable. Pero todos los días, con azadón y pico en mano, salió a labrar la milpa familiar. Con el fruto de la cosecha y los ingresos de los dulces que vendía a los niños del barrio, alimentaba a su familia.

Cuando Carlos tenía 13 años, su padre viajó a San Pedro Sula a vender pescado y cebollas. Sus ventas fueron sensacionales y mandó a traer a todo el clan Montoya.
Decidido a hacer dinero en la ciudad, Carlos vistió su mejor camisa y se hizo a la calle. Saludó, gritó y se acercó a quien fuese, con tal de vender. Se propuso una meta diaria y cada vez que la cumplía, se premiaba con un pollo chuco con tajadas de 75 centavos en el Mercado Rápido. Y mientras comía su manjar, observaba los negocios del mercado. Sus ojos se alumbraron.
Mientras Carlos crecía como vendedor, su padre se dio a las mujeres. Tristemente, en ello perdió todo su dinero. Sus pertenencias se redujeron a nada. No era una familia adinerada, y lidiar con esto era una carga pesadísima. Los Montoya tuvieron que dormir en el mercado, exhibiendo producto desde las dos de la mañana. "La tierra y los negocios," decía Carlos "se parecen: no se quedan con nada." Así que no bajó su cabeza, sino que prosiguió a la meta.
Extraordinariamente, el negocio se levantó y produjo fruto en abundancia. Cada hermano de Carlos se independizó de la familia y siguió su propio rumbo pero Carlos compró un puesto propio en el mercado. Tenía apenas 17 años. Aún ahorró y compró un solar para su casa.
Hizo amistad con visionarios. Uno de sus amigos, Javier Fonseca, lo introdujo a los comerciantes guatemaltecos. Al observar la calidad de sus productos, importó a Honduras. En una ocasión trajo jarabes y un mercado entero se abrió a comprarlos. Carlos nombró su local "Botánica Génesis" y se convirtió en proveedor de medicina natural, cuando nadie más lo había hecho. Y el triunfo de esta botánica se expandió a 5 sucursales.

El arduo trabajo que causó lágrimas y dolor en la vida de Carlos Montoya, es el que nuestro país ha sobrellevado. La fuerza que lo impulsó a seguir adelante, es la misma que nos caracteriza como catrachos. La pasión que corre en sus venas, es la misma que da vida a Honduras. Esta es la historia de Carlos, pero también es la mía y la de mi hermano. Tal vez sea la suya también.
El cantautor Elías Rodríguez lo resume así:
Del arco iris, sus lindos colores
Anuncian la llegada del sol
Hombres, mujeres, pequeños y grandes
Alzamos a una la voz
No somos tantos, mas somos valientes
Y ardemos en el corazón
Y oramos unidos al Dios de los cielos
¡Bendice nuestra nación!

Arte por Natalia Molanphy
Fotografías por Alexa Montoya
Arte por Natalia Molanphy


